Dr. Armando José Urdaneta Montiel.
Durante décadas, América Latina ha sido el escenario predilecto para toda clase de experimentos colectivistas. Desde las variantes autoritarias del socialcomunismo hasta las versiones más moderadas de la socialdemocracia y el socialcristianismo, estos modelos han prometido construir sociedades más justas, igualitarias y cohesionadas. Su promesa ha sido clara: más Estado significa más justicia en la redistribución del ingreso, y con ello, mayor movilidad social. Sin embargo, la realidad que atraviesa la región demuestra todo lo contrario.
Lejos de fomentar el progreso, el colectivismo ha institucionalizado la dependencia de la dádiva estatal, enmascarándola bajo el discurso de la justicia social con un enfoque abiertamente oclocrático, desincentivado el mérito y bloqueado el ascenso social de millones de ciudadanos. El fracaso no es anecdótico ni accidental; es estructural y monumental.
Los modelos colectivistas parten de supuestos que, aunque moralmente atractivos, resultan inviables en el plano económico y éticamente cuestionables en el político. En Venezuela, la implantación del socialismo del siglo XXI no llevó a la igualdad, sino al colapso de la economía, la migración forzada de un tercio de su población y la descomposición institucional. Cuba, durante décadas el ícono revolucionario del continente, continúa exhibiendo una igualdad forzada basada en el control pero de la miseria y la pobreza, así como la negación de las libertades más básicas.
Incluso los modelos más “moderados” han revelado sus limitaciones. En Brasil, a pesar de las ambiciosas políticas de inclusión social impulsadas por Lula da Silva, la movilidad social sigue fuertemente condicionada por la estructura burocrática, el déficit fiscal y la persistencia del clientelismo político. En Chile, aunque las reformas sociales implementadas desde el segundo gobierno de Michelle Bachelet buscaban avanzar en equidad, estas no han logrado superar los obstáculos institucionales que mantienen una élite privilegiada y una clase media vulnerable. Además, estas reformas implicaron el retroceso del éxito macroeconómico alcanzado durante la dictadura de Augusto Pinochet y los primeros cuatro gobiernos del pacto de la Concertación. En todos estos casos, el Estado no ha sido el liberador de los individuos, sino su carcelero condenándolos a la miseria y a la dependencia política.
A este panorama se suma un factor silencioso pero determinante: la batalla cultural. Inspirado en las ideas del pensador marxista Antonio Gramsci, el colectivismo contemporáneo ha comprendido que la toma del poder no siempre requiere fusiles ni asaltos al palacio presidencial. Basta con capturar la cultura: las escuelas, las universidades, los medios y las instituciones religiosas.
Gramsci no fue un conspirador, pero sus ideas han sido instrumentalizadas por movimientos ideológicos que buscan imponer una hegemonía cultural destinada a naturalizar la dependencia del Estado, deslegitimar el esfuerzo individual y relativizar principios fundamentales como la propiedad privada. Estos movimientos promueven un trato desigual ante la ley y secuestran la libertad de expresión para convertirla en un instrumento de propaganda al mejor estilo de Joseph Goebbels.
Bajo esta perspectiva, cualquier intento de meritocracia es considerado clasista, todo emprendimiento se ve como explotación, y toda crítica es etiquetada como intolerancia. De allí, que la cultura del victimismo ha reemplazado a la cultura del esfuerzo. Y cuando eso ocurre, la movilidad social deja de depender de la capacidad y empieza a depender de la lealtad política.
Desde una visión liberal minarquista, la movilidad social no se decreta desde un ministerio ni se impone mediante subsidios. Se cultiva cuando las personas viven en una sociedad abierta, con reglas claras, donde su talento, esfuerzo y creatividad son premiados. Se construye cuando hay propiedad privada garantizada, competencia sin trabas, impuestos bajos, justicia imparcial y un Estado que no asfixia, sino que limita su acción a proteger derechos fundamentales.
El rol del Estado debe ser acotado y bien definido: seguridad, justicia, y cumplimiento de contratos. Todo lo demás educación, salud, asistencia puede y debe ser provisto en competencia, sin monopolios ni adoctrinamiento ideológico. La verdadera justicia social no es igualar resultados por la fuerza, sino asegurar igualdad de oportunidades para que cada quien avance según su mérito.
El fracaso del colectivismo en América Latina no es el resultado de errores aislados, sino de un modelo que, por diseño, sustituye al individuo por la masa, la iniciativa por la obediencia y la responsabilidad por la dependencia. Si queremos una región con verdadera movilidad social, debemos abandonar las promesas vacías del estatismo y abrazar las virtudes de la libertad, la propiedad y el mérito.
Menos planificación central. Menos pedagogía y andragogía ideológica, menos Estado, más libertad, emprendimiento y confianza en el individuo. Solo así, el sueño de la movilidad social ascendente dejará de ser una promesa para convertirse en realidad.
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