Introducción
La historia política y social de la humanidad ha estado marcada, una y otra vez, por el uso y abuso del poder. Desde los imperios antiguos hasta las democracias contemporáneas, el poder ha sido una herramienta indispensable para organizar la vida en sociedad. Sin embargo, cuando no existen límites claros ni mecanismos de control, el poder se transforma en un arma que degenera en corrupción. La frase del historiador inglés Lord Acton, “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”, sintetiza con aguda claridad esta tendencia recurrente que afecta a líderes, instituciones y gobiernos.
Este ensayo explora cómo el poder, cuando se ejerce sin contrapesos éticos e institucionales, da lugar a conductas corruptas. Se analizan los factores que alimentan la corrupción, sus consecuencias en la sociedad y los mecanismos que podrían contenerla.
El poder como herramienta de gobierno
El poder no es, en sí mismo, algo negativo. En su forma legítima, el poder político permite establecer normas, aplicar justicia, organizar recursos y garantizar la seguridad de los ciudadanos. La autoridad, cuando es democrática y limitada por la ley, tiene el potencial de ser un instrumento de progreso.
Sin embargo, el poder también puede convertirse en una adicción. Su ejercicio continuado genera una sensación de superioridad, de impunidad y de distancia con respecto al ciudadano común. Quienes detentan el poder por largos periodos pueden llegar a confundir el bien común con sus propios intereses, y lo que antes era un servicio a la comunidad se transforma en dominio sobre ella. Para este propósito pelean por las reelecciones indefinidas diciendo que es el pueblo el que jubila o no al político.
En este sentido, ya Nicolás Maquiavelo advertía, desde una visión realista, que “los hombres olvidan más pronto la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”, evidenciando cómo el poder tiende a usarse para resguardar intereses personales, aunque eso implique quebrar principios éticos o legales.
La corrupción: expresión degenerada del poder
La corrupción es el uso ilegítimo del poder para obtener beneficios personales. Puede manifestarse de muchas formas: sobornos, nepotismo, malversación de fondos, manipulación de contratos públicos, extorsión, entre otros. A menudo se oculta tras la apariencia de legalidad, lo que la hace más peligrosa.
La corrupción no nace de la pobreza, como a veces se argumenta, sino de la falta de controles institucionales, de la debilidad del Estado de Derecho y de la tolerancia social hacia estas prácticas. En sociedades donde el castigo a los corruptos es la excepción y no la regla, el mensaje que se transmite es que la impunidad está garantizada. Vale poner de ejemplos los gobiernos del socialismo del Siglo XXI con algunos exponentes como Cristina de Kirchner que no acepta ir a la cárcel, señalando sus malos manejos en una persecución política, o en Ecuador con un ex presidente prófugo y medio gabinete en el exilio por actos de corrupción durante un periodo de tiempo con manejo total de la administración pública.
De ahí que pensadores como José Ingenieros, en El hombre mediocre, sostuvieran que “la corrupción de las almas es la más vil de las decadencias”, vinculando el poder desmedido con la decadencia moral que contamina a individuos e instituciones.
El poder absoluto y la pérdida de límites
Cuando Lord Acton advertía que el poder absoluto corrompe absolutamente, se refería a una realidad comprobada por siglos de historia. Los monarcas absolutos, los dictadores, los jefes de partidos únicos o los líderes populistas que concentran todos los poderes en sus manos terminan, inevitablemente, por gobernar para sí mismos.
En este contexto, es importante advertir cómo la vieja pretensión de los políticos de controlar todos los poderes del Estado —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— bajo el pretexto de la “gobernabilidad”, constituye un camino directo hacia el absolutismo. Este argumento, aparentemente técnico o administrativo, ha sido utilizado una y otra vez como justificación para cooptar instituciones, eliminar la independencia judicial, manipular los órganos de control y silenciar voces críticas. Lejos de fortalecer la democracia, esta concentración de funciones destruye su esencia misma: la pluralidad, la deliberación y los contrapesos.
La ausencia de límites éticos y legales lleva a estos líderes a justificar cualquier acción en nombre del “bien del pueblo”. Así, las instituciones se subordinan al capricho de una sola persona o de un grupo, se destruyen los equilibrios republicanos, se manipulan las leyes y se amordaza a la prensa.
No es casual que el filósofo Montesquieu escribiera: “Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”. Esta afirmación, que dio origen a la doctrina de la separación de poderes, subraya la importancia de limitar el poder para evitar su corrupción.
Las consecuencias sociales de la corrupción
La corrupción tiene un alto costo para la sociedad. Desvía recursos públicos que deberían destinarse a salud, educación, infraestructura o seguridad. Reduce la eficiencia del Estado, genera desigualdad, mina la confianza ciudadana y debilita la democracia.
Además, crea una cultura de cinismo y resignación. Cuando la ciudadanía percibe que todos los políticos son corruptos y que nada puede cambiar, se debilita el tejido social y se abre la puerta al autoritarismo. La democracia, sin ética, se convierte en una fachada vacía.
Esto fue retratado con agudeza por George Orwell en Rebelión en la granja, cuando afirmó: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. La corrupción, así, destruye el ideal de igualdad y justicia, al privilegiar a quienes ostentan el poder en detrimento del pueblo.
Cómo prevenir la corrupción
Combatir la corrupción no es tarea fácil, pero es posible si se establecen reglas claras y mecanismos eficaces de control. Algunas medidas esenciales incluyen:
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Transparencia en la gestión pública, con acceso a la información y rendición de cuentas.
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Independencia del poder judicial, para que los corruptos sean juzgados sin presiones políticas.
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Educación ética y cívica, que forme ciudadanos conscientes de sus derechos y deberes.
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Instituciones autónomas, como fiscalías y contralorías, que investiguen y sancionen con rigor.
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Participación ciudadana, que vigile el uso de los recursos públicos y exija integridad.
La corrupción no se elimina solo con leyes, sino con una cultura de legalidad que debe ser promovida desde todos los ámbitos de la sociedad.
Conclusión
El poder es necesario para gobernar, pero su concentración sin límites éticos ni institucionales da lugar a la corrupción. La advertencia de Lord Acton sigue vigente en nuestros días: ningún ser humano es inmune a los efectos corruptores del poder absoluto. Por ello, la construcción de democracias sólidas, con instituciones independientes, ciudadanos informados y cultura ética, es la mejor defensa frente a este mal que socava el desarrollo y la justicia.