Ecuador ya no está en crisis. Está en proceso de descomposición institucional, territorial y moral. El narcotráfico ha penetrado todas las capas del Estado, la violencia ha dejado de ser un fenómeno marginal para convertirse en política de poder, y la economía (regida por trabas, privilegios y gasto ineficiente) ha condenado a millones a la pobreza o la migración forzada. Y mientras todo esto ocurre, el Estado permanece atado de manos por un marco constitucional que, más que garantizar derechos, protege al crimen, paraliza al gobierno y frustra la inversión.
La Constitución de Montecristi no es solo obsoleta frente a las amenazas del presente: es, en muchos aspectos, el nudo que impide que el Ecuador respire. Bajo el pretexto de defender derechos, se han blindado estructuras que impiden gobernar con firmeza. Se prohíbe la extradición incluso frente a redes de crimen transnacional. Se eliminó la cadena perpetua, pero no se construyó un sistema penitenciario digno ni funcional. Se expandieron las garantías judiciales sin asegurar la independencia de los jueces, permitiendo que los delincuentes salgan por la puerta giratoria de un hábeas corpus. Y se creó una arquitectura institucional laberíntica, donde cinco funciones del Estado compiten entre sí, y ninguna responde eficazmente a la ciudadanía.
Frente a este colapso, la única salida estructural es una Asamblea Constituyente que ponga fin a este diseño fallido. Pero no para volver al estatismo, ni para repetir el ciclo caudillista disfrazado de participación. Lo que se necesita es una constituyente liberal, moderna y técnica, que reforme el Estado desde una lógica de libertad individual, seguridad jurídica, y responsabilidad fiscal.
Este nuevo pacto constitucional debe cimentarse sobre cinco pilares ineludibles. Primero, la seguridad nacional debe convertirse en prioridad absoluta del Estado, lo que exige dotar al sistema penal de herramientas reales y ágiles para enfrentar el crimen organizado, desde penas proporcionales hasta mecanismos de cooperación internacional como la extradición. Segundo, el sistema de justicia debe ser depurado, reestructurado y blindado contra presiones políticas y criminales, garantizando jueces independientes, procesos transparentes y sanción ejemplar para quienes abusen de las garantías. Tercero, la arquitectura institucional debe rediseñarse para eliminar los obstáculos que impiden gobernar: funciones innecesarias como el CPCCS deben suprimirse, el poder legislativo debe recuperar eficacia, y los mecanismos de participación ciudadana deben tener límites que impidan su manipulación caudillista. Cuarto, el modelo económico debe girar hacia la libertad productiva, el respeto a la propiedad privada, la atracción de inversión y la sostenibilidad fiscal, superando la lógica estatista que asfixia al emprendimiento y perpetúa la dependencia. Y quinto, la ciudadanía debe fortalecerse como actor político y ético, a través de un sistema educativo que promueva la responsabilidad cívica, la transparencia y una participación crítica y constructiva.
Hoy no basta con prometer seguridad. Hay que crear condiciones jurídicas e institucionales para aplicarla sin temor ni bloqueo judicial. No basta con decir que se necesita empleo. Hay que liberar a la economía de su camisa de fuerza legal y tributaria, reduciendo cargas fiscales, eliminando privilegios corporativos y atrayendo inversión. No basta con exigir transparencia. Hay que desmontar los mecanismos de cooptación institucional que protegen a mafias políticas y sindicales con rostro progresista.
El país no resiste más parches. Sin seguridad no hay libertad. Sin libertad no hay desarrollo. Y sin desarrollo no hay República. Una constituyente liberal no es una utopía ideológica: es una necesidad histórica para recuperar el control del país y devolverle su destino a la gente honesta, trabajadora y libre.
Si no nos atrevemos ahora, no habrá país que refundar después.
Por: Econ. Luis Cedillo-Chalaco, MSc.
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