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jueves, 29 de mayo de 2025

El fraude del populismo fiscal: ¿Subir el IVA para ayudar a los pobres?

 


En América Latina, el populismo no solo ha deformado el discurso político, también ha contaminado la política fiscal. Una de las mayores falacias difundidas por los sectores de izquierda es que subir impuestos como el IVA es una forma de "solidaridad" y de "redistribuir la riqueza". La realidad es otra: se trata de un mecanismo regresivo, manipulador y funcional al clientelismo estatal que tanto daño ha hecho a nuestras economías.

El engaño de los impuestos para los pobres

Los gobiernos populistas, con el puño en alto y el discurso moralista, suelen justificar la subida del IVA argumentando que es necesario para financiar programas sociales, salud, educación y subsidios. Sin embargo, el IVA (Impuesto al Valor Agregado) es un impuesto indirecto y regresivo: es decir, lo pagan más los que menos tienen, porque no distingue entre ricos y pobres.

Cuando un ciudadano humilde compra arroz, aceite o papel higiénico, paga el mismo porcentaje de IVA que un millonario comprando un perfume de lujo. Así, los sectores populares terminan financiando un aparato estatal ineficiente, inflado y, muchas veces, corrupto.

¿Y el gasto público de calidad? Un mito populista

Los defensores del populismo económico aseguran que, si el gasto público es de “calidad”, los impuestos sí pueden redistribuir. El problema es que en América Latina esa “calidad” es casi una utopía. Veamos algunos ejemplos:

  • Perú aplica un IVA del 18%, uno de los más altos de la región. A pesar de eso, la informalidad laboral supera el 70% y gran parte del gasto público termina en burocracia central o regional. Se prometen mejoras en salud y educación, pero los hospitales dicen otra cosa y el sistema educativo sigue careciendo de infraestructura básica.

  • Colombia, por su parte, tiene un IVA del 19%. En los últimos años, cada intento de reforma tributaria para aumentar aún más la carga fiscal ha desatado fuertes protestas sociales. La razón es clara: los ciudadanos perciben que pagan mucho y reciben poco. Además, el gasto sigue concentrado en clientelas políticas y programas poco eficientes.

  • Argentina, con un IVA del 21%, justificó hasta antes de la llegada del presidente Milei sus altos impuestos en nombre de la justicia social. Sin embargo, el resultado fue un Estado inflado e ineficaz: escuelas públicas de mala calidad, hospitales usados para el clientelismo fronterirzo y planes sociales que crean dependencia, no desarrollo.

  • Brasil tiene un sistema tributario complejo, pero el IVA (conocido como ICMS o IPI, según el caso) ronda el 17% promedio. Pese a la altísima carga fiscal, el país enfrenta servicios públicos deficientes, altos niveles de corrupción y gasto público descontrolado que no se traduce en calidad de vida para los más pobres.

  • Ecuador, en su crisis de 2019, intentó subir el precio de los combustibles y defendió la necesidad de aumentar la recaudación, ahora tiene un IVA de 15% justificado para la aumentar la seguridad ciudadana. Sin embargo, gran parte del gasto público seguía yendo a salarios del sector público, viajes oficiales y subsidios mal focalizados

El populismo necesita recursos: ¿Quién paga la fiesta?

El populismo político, para sostenerse, necesita clientelas. Y para mantener esas clientelas, necesita gastar. Como no puede producir riqueza, recurre a exprimir al sector privado, al emprendimiento y al consumo con más impuestos. El aumento del IVA es una de las formas más cómodas: es fácil de recaudar y produce mucho dinero… pero destruye poder adquisitivo, ahuyenta la inversión y castiga al trabajador honesto.

El problema de fondo no es cuánto recauda el Estado, sino cómo y en qué gasta. Si el gobierno fuera una empresa, estaría quebrada hace años. Pero gracias al populismo, se sigue sosteniendo a costa del esfuerzo del ciudadano común, mientras los verdaderos privilegiados del sistema (burócratas, operadores políticos, consultores ideológicos) viven del erario.

El discurso moralista que esconde la verdad

Muchos caen en la trampa de pensar que rechazar impuestos altos es ser “insensible” o “antipobre”. Nada más lejos de la verdad. Quienes defendemos una economía libre y responsable sabemos que:

  • Menores impuestos permiten mayor actividad económica y más dinero en el bolsillo de las personas.

  • Más empleo significa menos necesidad de subsidios.

  • Menos burocracia significa más eficiencia.

No se trata de abandonar al pobre, sino de dejar de usarlo como excusa para robar, mentir y sostener sistemas fracasados.

Finalmente: menos populismo fiscal, más libertad

Subir el IVA no es progresista, es cobarde. Es hacerle pagar al panadero, al obrero y al vendedor informal la cuenta de un Estado ineficiente. La solución no está en más impuestos, sino en menos gasto inútil, más transparencia y más libertad económica. Ya es hora de despertar del engaño populista.

¿Te has preguntado…?

  • ¿Por qué si suben los impuestos no mejora tu escuela ni tu hospital?

  • ¿Quién se beneficia realmente del gasto público?

  • ¿El populismo fiscal te empodera o te empobrece?

Comenta y comparte esta entrada si estás cansado de pagar más para que otros vivan del Estado. ¡Difunde ideas, no excusas!


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domingo, 25 de mayo de 2025

Crítica a la Economía Popular y Solidaria (EPS) desde la Praxeología de Ludwig von Mises

 


Dr. Armando José Urdaneta Montiel

¿Es viable la Economía Popular y Solidaria (EPS)?

En el contexto actual, el supuesto modelo de Economía Popular y Solidaria (EPS) que tanto se vende en Ecuador, este se presenta como una respuesta institucional frente a la exclusión social, de dice que promueve la cooperación y la redistribución mediante el impulso estatal a cooperativas y asociaciones. Sin embargo, desde la óptica praxeológica de Ludwig von Mises y su individualismo metodológico, esta concepción presenta serias contradicciones que deben ser analizadas críticamente.

El supuesto que subyace en la EPS es que los colectivos —cooperativas, asociaciones, comunidades— actúan como agentes racionales y homogéneos en pos del “bien común”. Este planteamiento se enmarca dentro del colectivismo metodológico, que atribuye voluntad y racionalidad a entidades supraindividuales. No obstante, Mises advierte que solo los individuos actúan; toda acción económica es resultado de decisiones personales orientadas a fines específicos. Por tanto, concebir a las cooperativas como unidades monolíticas ignora la diversidad de intereses que coexisten en su interior.

El cooperativismo, como forma organizativa, no excluye los conflictos. Al contrario, agrupa personas con objetivos particulares que pueden entrar en tensión. La narrativa oficial de la EPS invisibiliza estas fricciones, presentando una imagen idealizada de solidaridad y consenso, una entelequia de producción. Sin embargo, los incentivos individuales dentro de las cooperativas siguen operando, incluso en entornos fuertemente subsidiados.

Además, el modelo EPS, sostenido por políticas públicas que otorgan subsidios, exoneraciones y asistencia técnica, altera la lógica de mercado. Tales incentivos no solo desvirtúan la señalización de precios y la competencia, sino que generan comportamientos rentistas y dependencia estatal. Lejos de empoderar, estas medidas perpetúan estructuras que frenan la innovación y debilitan la capacidad de los socios para asumir riesgos y actuar con autonomía.

Un ejemplo concreto de estas distorsiones se observa en cooperativas agrícolas en Ecuador, como las asociaciones de productores de banano de pequeños agricultores en provincias como El Oro o Los Ríos. Muchas de estas organizaciones, al depender de compras estatales mediante convenios con empresas públicas o programas sociales, pierden capacidad de competir en mercados internacionales. El resultado es un producto con bajo valor agregado, escasa innovación y altos niveles de ineficiencia productiva. En vez de insertarse en cadenas de valor globales, estas cooperativas quedan atrapadas en relaciones clientelares de precio y cupo.

Otro caso es el de las cooperativas de ahorro y crédito que han sido creadas por impulso estatal y con supervisión relajada. Al operar con fondos públicos y sin una estructura de gobernanza sólida, muchas han terminado en procesos de intervención, como ocurrió con varias cooperativas en la Sierra Centro del Ecuador. La ilusión de autosostenibilidad desaparece cuando los socios descubren que la rentabilidad no proviene de decisiones racionales de inversión, sino del constante flujo de recursos públicos.

Más aún, cuando la EPS se convierte en política pública central, su fracaso se profundiza: se crean estructuras burocráticas para su fomento (Superintendencia de Economía Popular y Solidaria), se condiciona el acceso al crédito a formas asociativas forzadas, y se obstaculiza la entrada de emprendimientos individuales que podrían responder con mayor flexibilidad a la demanda del mercado. En países donde se ha institucionalizado la EPS como paradigma económico —como Venezuela durante el auge del “socialismo del siglo XXI”— se ha evidenciado una rápida degradación del aparato productivo, una pérdida de eficiencia y un desincentivo al esfuerzo individual.

Desde una perspectiva praxeológica, la verdadera cooperación económica emerge de decisiones libres y voluntarias en un entorno de precios libres y propiedad privada. Cuando el Estado interfiere, centralizando decisiones y promoviendo criterios políticos por encima de los económicos, impide que los actores respondan eficazmente a las señales del mercado.

En consecuencia, la EPS, al priorizar una solidaridad dirigida desde arriba y no construida desde la acción individual, termina por imponer un marco institucional que erosiona la libertad personal. El resultado es una economía menos dinámica, donde los agentes no responden a la lógica del intercambio voluntario, sino a directrices externas.

La praxeología nos recuerda que solo los individuos actúan, y que cualquier teoría que ignore esta verdad cae en el error. El desafío no está en negar la cooperación, sino en entender que esta debe surgir de la libertad individual, no de imposiciones colectivas legitimadas por el Estado.


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viernes, 23 de mayo de 2025

La IA como herramienta de libertad: educación, trabajo y comunicación sin dogmas

 


Cada gran avance de la humanidad ha sido recibido con miedo. Cuando apareció el automóvil, muchos aseguraban que los caballos eran insustituibles. Cuando se inventó el teléfono, hubo quien temía que desapareciera la escritura, la computadora con la máquina de escribir y el fax. Hoy, la inteligencia artificial (IA) despierta ese mismo pánico, sobre todo en los sectores más dogmáticos de la izquierda que temen perder el control sobre la narrativa, la educación y el empleo. Pero, lejos de ser una amenaza, la IA es una oportunidad histórica de liberación individual, si se la sabe usar.

Educación: personalización real y ruptura del adoctrinamiento

En el video de YouTube “La educación en la era de la Inteligencia Artificial: ¿Qué vale la pena aprender?”, se plantea una pregunta crucial: si la IA puede responder cualquier duda, ¿qué debería enseñarse realmente? La respuesta es clara: pensamiento crítico, creatividad y capacidad de discernimiento. Ya no se trata de memorizar fechas o fórmulas, sino de comprender procesos, cuestionar supuestos y generar valor.


La IA permite personalizar el aprendizaje. No todos los estudiantes aprenden igual ni al mismo ritmo. Un sistema basado en IA puede adaptarse al estilo cognitivo del estudiante, ayudarle con explicaciones diferentes, mostrarle ejemplos prácticos y reforzar su aprendizaje con ejercicios interactivos. Esto es libertad educativa real: cada uno aprende como necesita, no como se le impone desde un currículo estandarizado y muchas veces ideologizado.

Trabajo: automatización que potencia, no reemplaza

Gale L. Pooley, del Cato Institute, explicó en su artículo “La IA se acaba de volver 99,99 por ciento más barata” que una pequeña empresa china, DeepSeek, logró entrenar un modelo de lenguaje con una inversión 1.300 veces menor que la de OpenAI. ¿Cómo lo hicieron? Usando técnicas inteligentes como reducción de precisión decimal, modelos expertos y procesamiento multitoken. Resultado: menor consumo energético, menor necesidad de infraestructura y más accesibilidad.

Este tipo de innovación rompe el monopolio tecnológico y permite que más personas, empresas y gobiernos accedan a soluciones basadas en IA. El argumento de que “la IA eliminará empleos” es tan simplista como falso. Lo que ocurre es una transformación de habilidades. Las tareas repetitivas serán automatizadas, pero eso deja espacio para que las personas se dediquen a la resolución de problemas, la estrategia y la interacción humana.

El joven universitario que hoy aprende a trabajar con IA no será desplazado: será más productivo y competitivo. Y eso no es malo. Es capitalismo evolucionando, generando más valor con menos recursos.

Comunicación: más accesible, más eficiente, más peligrosa si no hay criterio

La IA ya nos traduce en tiempo real, nos resume textos complejos, crea contenido visual, detecta patrones de fraude y mejora la accesibilidad digital para personas con discapacidad. En esencia, está democratizando la comunicación.

Pero como toda herramienta poderosa, tiene riesgos. Las imágenes falsas, las voces clonadas y los textos manipulados pueden generar desinformación masiva si no se contrarresta con criterio ciudadano. ¿Y qué propone la izquierda? Regular con censura. En cambio, la solución liberal es otra: educación digital, responsabilidad individual y transparencia algorítmica.

El verdadero problema no es la IA, sino el control que ciertos grupos buscan ejercer sobre ella para moldear la opinión pública. Por eso es fundamental exigir libertad de uso, estándares éticos claros y competencia abierta. La tecnología no debe servir al poder, debe empoderar a las personas.

No temamos al futuro: entendámoslo, dominémoslo, construyámoslo.

La IA representa una oportunidad única para que los jóvenes se conviertan en arquitectos del mañana y no en víctimas del miedo o la pasividad. Como decía Pooley, “las innovaciones más poderosas surgen de cuestionar los supuestos más básicos”. ¿Qué pasaría si la educación dejara de ser una cadena de producción de obedientes repetidores de ideología y se transformara en una red de mentes críticas y creativas? ¿Y si el trabajo dejara de ser sufrimiento y se convirtiera en creación de valor con sentido? ¿Y si la comunicación no estuviera mediada por intereses, sino por inteligencia colaborativa?

Nada de esto es ciencia ficción. Ya está ocurriendo. La única diferencia entre quienes se beneficien y quienes se queden atrás, será la disposición para aprender y adaptarse. Lo otro es repetir los errores de quienes pensaban que el automóvil era una amenaza o que el internet iba a destruir la educación.

¿Y tú, qué opinas? ¡Súmate al debate!

La inteligencia artificial está cambiando las reglas del juego. Queremos conocer tu voz:

  • ¿Crees que la educación tradicional te prepara realmente para un mundo con inteligencia artificial? ¿Qué cambiarías?

  • ¿Has usado alguna herramienta de IA en tu formación o trabajo? ¿Cómo fue tu experiencia?

  • ¿Consideras que los gobiernos deben regular el uso de la IA o dejar que cada ciudadano la use con libertad?

  • ¿Qué opinas de que algunos sectores quieran frenar el avance tecnológico por “razones éticas”?

  • ¿Cómo te gustaría que la IA mejore tu futuro profesional?

  • ¿Crees que la izquierda teme a la IA porque empodera al individuo y descentraliza el conocimiento?

  • ¿Qué aportes tienes para promover un uso libre, responsable y ético de la IA en tu entorno educativo o laboral?

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martes, 20 de mayo de 2025

El colectivismo en América Latina: la gran promesa que terminó en estancamiento y miseria.

 


Dr. Armando José Urdaneta Montiel.

Durante décadas, América Latina ha sido el escenario predilecto para toda clase de experimentos colectivistas. Desde las variantes autoritarias del socialcomunismo hasta las versiones más moderadas de la socialdemocracia y el socialcristianismo, estos modelos han prometido construir sociedades más justas, igualitarias y cohesionadas. Su promesa ha sido clara: más Estado significa más justicia en la redistribución del ingreso, y con ello, mayor movilidad social. Sin embargo, la realidad que atraviesa la región demuestra todo lo contrario.

Lejos de fomentar el progreso, el colectivismo ha institucionalizado la dependencia de la dádiva estatal, enmascarándola bajo el discurso de la justicia social con un enfoque abiertamente oclocrático, desincentivado el mérito y bloqueado el ascenso social de millones de ciudadanos. El fracaso no es anecdótico ni accidental; es estructural y monumental.

Los modelos colectivistas parten de supuestos que, aunque moralmente atractivos, resultan inviables en el plano económico y éticamente cuestionables en el político. En Venezuela, la implantación del socialismo del siglo XXI no llevó a la igualdad, sino al colapso de la economía, la migración forzada de un tercio de su población y la descomposición institucional. Cuba, durante décadas el ícono revolucionario del continente, continúa exhibiendo una igualdad forzada basada en el control pero de la miseria y la pobreza, así como  la negación de las libertades más básicas.

Incluso los modelos más “moderados” han revelado sus limitaciones. En Brasil, a pesar de las ambiciosas políticas de inclusión social impulsadas por Lula da Silva, la movilidad social sigue fuertemente condicionada por la estructura burocrática, el déficit fiscal y la persistencia del clientelismo político. En Chile, aunque las reformas sociales implementadas desde el segundo gobierno de Michelle Bachelet buscaban avanzar en equidad, estas no han logrado superar los obstáculos institucionales que mantienen una élite privilegiada y una clase media vulnerable. Además, estas reformas implicaron el retroceso del éxito macroeconómico alcanzado durante la dictadura de Augusto Pinochet y los primeros cuatro gobiernos del pacto de la Concertación. En todos estos casos, el Estado no ha sido el liberador de los individuos, sino su carcelero condenándolos a la miseria y a la dependencia política.

A este panorama se suma un factor silencioso pero determinante: la batalla cultural. Inspirado en las ideas del pensador marxista Antonio Gramsci, el colectivismo contemporáneo ha comprendido que la toma del poder no siempre requiere fusiles ni asaltos al palacio presidencial. Basta con capturar la cultura: las escuelas, las universidades, los medios y las instituciones religiosas.

Gramsci no fue un conspirador, pero sus ideas han sido instrumentalizadas por movimientos ideológicos que buscan imponer una hegemonía cultural destinada a naturalizar la dependencia del Estado, deslegitimar el esfuerzo individual y relativizar principios fundamentales como la propiedad privada. Estos movimientos promueven un trato desigual ante la ley y secuestran la libertad de expresión para convertirla en un instrumento de propaganda al mejor estilo de Joseph Goebbels.

Bajo esta perspectiva, cualquier intento de meritocracia es considerado clasista, todo emprendimiento se ve como explotación, y toda crítica es etiquetada como intolerancia. De allí, que la cultura del victimismo ha reemplazado a la cultura del esfuerzo. Y cuando eso ocurre, la movilidad social deja de depender de la capacidad y empieza a depender de la lealtad política.

Desde una visión liberal minarquista, la movilidad social no se decreta desde un ministerio ni se impone mediante subsidios. Se cultiva cuando las personas viven en una sociedad abierta, con reglas claras, donde su talento, esfuerzo y creatividad son premiados. Se construye cuando hay propiedad privada garantizada, competencia sin trabas, impuestos bajos, justicia imparcial y un Estado que no asfixia, sino que limita su acción a proteger derechos fundamentales.

El rol del Estado debe ser acotado y bien definido: seguridad, justicia, y cumplimiento de contratos. Todo lo demás educación, salud, asistencia puede y debe ser provisto en competencia, sin monopolios ni adoctrinamiento ideológico. La verdadera justicia social no es igualar resultados por la fuerza, sino asegurar igualdad de oportunidades para que cada quien avance según su mérito.

El fracaso del colectivismo en América Latina no es el resultado de errores aislados, sino de un modelo que, por diseño, sustituye al individuo por la masa, la iniciativa por la obediencia y la responsabilidad por la dependencia. Si queremos una región con verdadera movilidad social, debemos abandonar las promesas vacías del estatismo y abrazar las virtudes de la libertad, la propiedad y el mérito.

Menos planificación central. Menos pedagogía y andragogía ideológica, menos Estado, más libertad, emprendimiento y confianza en el individuo. Solo así, el sueño de la movilidad social ascendente dejará de ser una promesa para convertirse en realidad.

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domingo, 18 de mayo de 2025

El odio a los ricos: desmontando los mitos del igualitarismo

 


En el libro El odio a los ricos, Axel Kaiser ofrece una crítica lúcida y frontal a una de las falacias más peligrosas del pensamiento político contemporáneo: el igualitarismo radical. Este libro no es un panfleto más contra la izquierda, sino una defensa sólida, documentada y filosóficamente fundamentada del derecho a prosperar, a ser distinto, y a que esa diferencia no se castigue como si fuera un delito moral o una injusticia estructural.

Kaiser expone cómo, en América Latina y otras regiones del mundo, se ha incubado un profundo resentimiento hacia quienes generan riqueza. Ese resentimiento no se basa en hechos objetivos ni en datos sobre explotación o corrupción, sino en una narrativa igualitarista que condena la desigualdad por sí misma, sin entender sus causas ni sus efectos.

El igualitarismo como falacia

El autor parte de una verdad contundente: la igualdad de oportunidades es deseable, pero la igualdad de resultados es antinatural e injusta. No todos nacemos con las mismas capacidades, ni tenemos los mismos intereses, ni hacemos los mismos esfuerzos. Pretender que todos lleguemos al mismo resultado —por decreto o redistribución forzada— es ignorar la naturaleza humana, y es también un atentado contra la libertad individual.

Kaiser recoge ejemplos históricos y contemporáneos para mostrar cómo el igualitarismo ha llevado a sociedades enteras al estancamiento, al autoritarismo y al empobrecimiento moral. Desde Cuba hasta Venezuela, desde la Unión Soviética hasta ciertas políticas actuales en Europa, el experimento de forzar la igualdad ha tenido resultados catastróficos.

El odio como motor político

Lo más inquietante que denuncia Kaiser es cómo este discurso igualitarista se basa, no en la compasión por los pobres, sino en el odio hacia los exitosos. El rico, en este imaginario, no es alguien que ha trabajado, innovado o arriesgado, sino un “enemigo de clase” que merece ser castigado. Esa visión tribal, que divide al mundo en opresores y oprimidos sin matices, es peligrosa porque deshumaniza al otro y legitima la envidia como virtud política.

Este “odio a los ricos” no tiene como fin elevar al pobre, sino rebajar al que sobresale. Es una nivelación hacia abajo, donde el éxito se ve con sospecha y el fracaso se premia con subsidios perpetuos. Y que se refleja muy bien en el sistema de educación superior en nuestros países, en donde se enseña a odiar a los empresarios, pero a pedir empleo de calidad y sobrevalorado.

La libertad como solución

El mensaje central del libro es claro: la única manera de mejorar las condiciones de vida de todos no es igualando por la fuerza, sino liberando el potencial de cada individuo. Para eso se necesitan reglas claras, propiedad privada, mercados libres y una cultura que celebre la excelencia, no que la castigue.

Kaiser argumenta que no se trata de defender a los millonarios per se, sino de defender los principios que hacen posible que cualquier persona —con esfuerzo, creatividad y disciplina— pueda mejorar su vida. El problema no es que existan ricos, sino que haya barreras que impidan a otros llegar a serlo.

El odio a los ricos es una lectura indispensable en tiempos donde la retórica igualitarista gana terreno en la opinión pública y en las políticas públicas. Es un llamado a despertar, a pensar con libertad, y a no dejarse arrastrar por discursos que, disfrazados de justicia social, alimentan la envidia, el resentimiento y la mediocridad.

Como diría el propio Kaiser: el verdadero progreso humano se construye sobre la base del mérito, no sobre la demolición del mérito ajeno.

  • ¿Crees que la desigualdad económica es siempre injusta? ¿Te parece que en tu país se promueve el odio al éxito? ¿Qué opinas sobre las propuestas igualitaristas que ves en tu entorno? ¿Ya leíste el libro de Axel Kaiser? Comparte tu opinión en los comentarios.

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viernes, 16 de mayo de 2025

Constitución o caos: por qué Ecuador necesita una refundación liberal urgente.


Ecuador ya no está en crisis. Está en proceso de descomposición institucional, territorial y moral. El narcotráfico ha penetrado todas las capas del Estado, la violencia ha dejado de ser un fenómeno marginal para convertirse en política de poder, y la economía (regida por trabas, privilegios y gasto ineficiente) ha condenado a millones a la pobreza o la migración forzada. Y mientras todo esto ocurre, el Estado permanece atado de manos por un marco constitucional que, más que garantizar derechos, protege al crimen, paraliza al gobierno y frustra la inversión.

La Constitución de Montecristi no es solo obsoleta frente a las amenazas del presente: es, en muchos aspectos, el nudo que impide que el Ecuador respire. Bajo el pretexto de defender derechos, se han blindado estructuras que impiden gobernar con firmeza. Se prohíbe la extradición incluso frente a redes de crimen transnacional. Se eliminó la cadena perpetua, pero no se construyó un sistema penitenciario digno ni funcional. Se expandieron las garantías judiciales sin asegurar la independencia de los jueces, permitiendo que los delincuentes salgan por la puerta giratoria de un hábeas corpus. Y se creó una arquitectura institucional laberíntica, donde cinco funciones del Estado compiten entre sí, y ninguna responde eficazmente a la ciudadanía.

Frente a este colapso, la única salida estructural es una Asamblea Constituyente que ponga fin a este diseño fallido. Pero no para volver al estatismo, ni para repetir el ciclo caudillista disfrazado de participación. Lo que se necesita es una constituyente liberal, moderna y técnica, que reforme el Estado desde una lógica de libertad individual, seguridad jurídica, y responsabilidad fiscal.

Este nuevo pacto constitucional debe cimentarse sobre cinco pilares ineludibles. Primero, la seguridad nacional debe convertirse en prioridad absoluta del Estado, lo que exige dotar al sistema penal de herramientas reales y ágiles para enfrentar el crimen organizado, desde penas proporcionales hasta mecanismos de cooperación internacional como la extradición. Segundo, el sistema de justicia debe ser depurado, reestructurado y blindado contra presiones políticas y criminales, garantizando jueces independientes, procesos transparentes y sanción ejemplar para quienes abusen de las garantías. Tercero, la arquitectura institucional debe rediseñarse para eliminar los obstáculos que impiden gobernar: funciones innecesarias como el CPCCS deben suprimirse, el poder legislativo debe recuperar eficacia, y los mecanismos de participación ciudadana deben tener límites que impidan su manipulación caudillista. Cuarto, el modelo económico debe girar hacia la libertad productiva, el respeto a la propiedad privada, la atracción de inversión y la sostenibilidad fiscal, superando la lógica estatista que asfixia al emprendimiento y perpetúa la dependencia. Y quinto, la ciudadanía debe fortalecerse como actor político y ético, a través de un sistema educativo que promueva la responsabilidad cívica, la transparencia y una participación crítica y constructiva.

Hoy no basta con prometer seguridad. Hay que crear condiciones jurídicas e institucionales para aplicarla sin temor ni bloqueo judicial. No basta con decir que se necesita empleo. Hay que liberar a la economía de su camisa de fuerza legal y tributaria, reduciendo cargas fiscales, eliminando privilegios corporativos y atrayendo inversión. No basta con exigir transparencia. Hay que desmontar los mecanismos de cooptación institucional que protegen a mafias políticas y sindicales con rostro progresista.

El país no resiste más parches. Sin seguridad no hay libertad. Sin libertad no hay desarrollo. Y sin desarrollo no hay República. Una constituyente liberal no es una utopía ideológica: es una necesidad histórica para recuperar el control del país y devolverle su destino a la gente honesta, trabajadora y libre.

Si no nos atrevemos ahora, no habrá país que refundar después.


Por: Econ. Luis Cedillo-Chalaco, MSc.



 



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martes, 13 de mayo de 2025

El exceso de regulaciones: la trampa invisible del desarrollo en Ecuador

 


Durante décadas, los ecuatorianos hemos vivido bajo la creencia de que todo debe estar regulado por el Estado. Desde cómo se puede abrir un negocio hasta cómo debe funcionar el mercado laboral, la intervención ha sido la regla. Esta cultura normativa, profundamente arraigada, ha convertido a Ecuador en uno de los países con mayor carga regulatoria de la región, y los resultados saltan a la vista: estancamiento económico, informalidad galopante, baja competitividad, desempleo permanente y fuga de talento.

La historia nos ha demostrado que los países que prosperan son aquellos que dejan espacio para que las personas tomen decisiones económicas libremente. Adam Smith, el padre de la economía moderna, advertía ya en el siglo XVIII sobre los peligros del intervencionismo excesivo. En La Riqueza de las Naciones, Smith defendía la idea de que el interés individual, guiado por una “mano invisible”, produce más bienestar colectivo que cualquier planificación centralizada. En cambio, cuando el Estado regula en exceso, sofoca esa capacidad de adaptación y de creación de valor.

El caso ecuatoriano es sintomático. Nuestra Constitución del 2008 creada al amparo de creencias estatistas, con más de 400 artículos, ha institucionalizado el deseo de controlar cada aspecto de la vida nacional. Esta hiperregulación no solo ralentiza la economía, sino que frena la innovación y desincentiva la inversión. ¿Cómo puede un emprendedor competir en un entorno donde debe pedir permiso para todo y donde las reglas cambian con cada gobierno? Una reforma tributaria en promedio durante los últimos 15 años, confirma que las regulaciones es cosa habitual entre los políticos que lideran la intervención estatal.

Friedrich Hayek, otro gran pensador del siglo XX, advertía en Camino de servidumbre que la planificación económica centralizada lleva, inevitablemente, al estancamiento y a la pérdida de libertades. Hayek señalaba que los reguladores jamás podrán tener toda la información que el mercado produce y que solo una economía libre puede asignar eficientemente los recursos. En Ecuador, la realidad es que muchas regulaciones no resuelven problemas; los crean, a tal punto que las leyes creadas se vuelven un laberinto sin salida.

El resultado es un país poco competitivo. Según el Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, Ecuador ocupa posiciones rezagadas frente a países con menos intervencionismo como Chile o Uruguay. En vez de abrirnos al mundo y permitir que nuestras empresas se modernicen, seguimos atrapados en un marco legal que asume que todo lo privado debe ser sospechoso y todo lo estatal debe ser omnipresente.

Lo que se necesita no es más control, sino más confianza en los ciudadanos, en sus decisiones, en su capacidad para adaptarse, crear y progresar. La reducción inteligente de regulaciones no significa dejar a la sociedad a la deriva. Significa facilitar el emprendimiento, permitir que florezcan nuevas ideas y liberar el potencial productivo de millones de ecuatorianos.

Necesitamos revisar con urgencia nuestro marco legal y constitucional. Las regulaciones deben existir para proteger derechos básicos, no para dictar cómo deben funcionar los mercados o imponer rigideces que solo sirven para perpetuar privilegios y burocracia. No hay crecimiento sin libertad, y no hay libertad sin un entorno donde el ciudadano tenga espacio para actuar sin pedir permiso constantemente.

Mientras en países más abiertos la disrupción tecnológica, por ejemplo, genera movimientos rápidos de capital y reorientación de modelos de negocio, en Ecuador el cambio suele estrellarse contra el muro de lo normado. La competitividad interna se ahoga no por falta de talento o recursos, sino por un sistema institucional rígido, incapaz de responder con agilidad a los desafíos del entorno global.

Además, la Constitución vigente impide en muchos casos corregir el rumbo cuando las políticas fallan. Todo está “protegido por derechos”, incluso el error. El exceso de garantismo jurídico paraliza la acción del Estado cuando es necesaria y bloquea la iniciativa privada cuando intenta ocupar espacios que el Estado no logra atender con eficiencia.

La salida de nuestro estancamiento no vendrá de más controles, sino de más libertad. Es hora de confiar en el mercado y en las personas, como lo han hecho todas las naciones que han prosperado.

Crees que es el momento de cambiar la Constitución del 2008 por una nueva y con menos artículos? Leo tu comentario.

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sábado, 10 de mayo de 2025

La farsa de la teoría de la explotación de Karl Marx

 


Dr. Armando José Urdaneta Montiel.

 

La teoría de la explotación propuesta por Karl Marx ha sido durante décadas uno de los pilares ideológicos del pensamiento socialista. Según su visión, los capitalistas obtienen ganancias a través de la apropiación de la plusvalía generada por los trabajadores, es decir, explotando su trabajo al pagarles menos de lo que realmente producen (Marx, El Capital, 1867). No obstante, un análisis riguroso desde la economía moderna revela profundas fallas conceptuales que desmontan esta narrativa.

 Una de las críticas más contundentes proviene del análisis del sistema marxiano a la luz de la teoría del valor trabajo. El economista austriaco Eugen von Böhm-Bawerk, en su obra Karl Marx and the Close of His System (1896), fue uno de los primeros en señalar la inconsistencia del modelo marxista al mostrar que, en la realidad, sectores con diferentes composiciones orgánicas del capital es decir, con distintas proporciones entre capital constante (maquinarias, instalaciones) y capital variable (salarios) tienden a obtener tasas de ganancia similares. Esto contradice la lógica interna del sistema de Marx, donde se esperaría que las industrias con mayor proporción de trabajo humano generaran más plusvalía y, por tanto, mayores ganancias. Esta "tasa uniforme de ganancia" es una corrección exógena que Marx introduce sin resolver verdaderamente el conflicto lógico con su teoría del valor (Böhm-Bawerk, 1896).

 Por otro lado, la teoría marxista subestima gravemente el rol del capital en la generación de valor. Marx ignora deliberadamente la productividad marginal del capital, concentrándose exclusivamente en la del trabajo como motor del crecimiento económico. Como señalan Clark (1899) y posteriormente Solow (1956), la acumulación de capital y la innovación tecnológica son fundamentales para explicar el crecimiento sostenido en el largo plazo. Este enfoque unifactorial ha sido ampliamente superado por las teorías neoclásicas y por la realidad empírica: las inversiones en maquinaria, infraestructura, innovación y tecnología tienen un impacto decisivo en la productividad y en la expansión económica (Solow, A Contribution to the Theory of Economic Growth, 1956). Reducir todo a la explotación del trabajo es, en el mejor de los casos, una simplificación ideológica.

Otro error importante en su modelo es la concepción del capital constante. Marx lo define como un valor fijo, una dotación establecida de medios de producción (El Capital, vol. I), sin considerar que precisamente ese es el componente más dinámico del sistema económico. El capital invertido en tecnología y equipamiento cambia constantemente debido al progreso técnico, a las economías de escala (Marshall, 1920) y a los ciclos de innovación. Este punto es particularmente importante si consideramos que Marx escribía en una época en la que la Revolución Industrial apenas despegaba y muchos conceptos económicos contemporáneos como rendimientos marginales decrecientes o eficiencia marginal del capital aún no existían.

En suma, la teoría de la explotación marxista fracasa al ignorar el funcionamiento real de los mercados, la voluntariedad de los contratos laborales (Hayek, Camino de servidumbre, 1944), y el papel esencial que juega el capital y el riesgo empresarial. Aunque pueda resultar seductora en lo ideológico, su base económica es débil y, en muchos aspectos, profundamente errónea.

 ¿Y la desigualdad? Refutando las objeciones comunes

Quienes defienden la teoría de la explotación suelen recurrir a datos sobre desigualdad económica, pobreza laboral o condiciones precarias para justificar que el sistema capitalista sigue operando bajo lógicas "explotadoras". Sin embargo, este argumento confunde correlación con causalidad. La existencia de desigualdad no prueba que el capitalista robe al trabajador, así como la existencia de enfermedades no implica que la medicina sea un fracaso (Friedman, 1980). La desigualdad puede surgir por múltiples causas que no tienen relación con la supuesta explotación sistemática del trabajo.

La mayoría de las desigualdades en las economías modernas responden a diferencias en habilidades, productividad, educación, riesgo asumido, y sobre todo, a la innovación (Mankiw, 2013). Empresas exitosas que crean tecnologías disruptivas naturalmente obtienen mayores ganancias y generan desequilibrios temporales en la distribución del ingreso, pero también amplían la base del bienestar a través de nuevas oportunidades laborales, acceso a bienes y servicios, y reducción de precios vía competencia (Schumpeter, Capitalism, Socialism and Democracy, 1942). Apple, Amazon o Tesla no se hicieron millonarias explotando trabajadores, sino creando valor en mercados abiertos que millones de personas eligen libremente.

Además, la movilidad social en países con economías de mercado desmiente la idea de una clase trabajadora atrapada en la miseria. Datos de la OCDE y estudios longitudinales muestran que la mayoría de las personas no permanecen en la misma condición económica toda su vida (Chetty et al., 2014). La educación, la competencia, el ahorro y el emprendimiento ofrecen caminos reales para mejorar la calidad de vida, especialmente en contextos de libertad económica. Nada de esto es compatible con la visión determinista y estática de Marx, donde el trabajador está condenado a una posición estructural inmutable.

En suma, la desigualdad por sí sola no valida la teoría de la explotación. Más bien, revela la diversidad de resultados en un sistema donde los individuos, con diferentes talentos y decisiones, obtienen resultados también diferentes. La clave está en garantizar igualdad de oportunidades, no en imponer igualdad de resultados.

 Conclusión: dejar atrás la nostalgia revolucionaria

Persistir en la defensa de la teoría marxista de la explotación es más un acto de fe que un ejercicio de razón. Karl Marx, pese a su lucidez como observador social, se equivocó profundamente en su interpretación de la dinámica económica. Ignoró el rol clave del capital, malinterpretó las tasas de ganancia, y basó su diagnóstico en una teoría del valor ya obsoleta incluso en su época. Su análisis no solo fue parcial, sino también anacrónico frente a los desarrollos posteriores de la teoría económica.

Hoy, las sociedades que han adoptado economías de mercado abiertas, con instituciones fuertes y respeto por la propiedad privada, son las que han generado más riqueza, más innovación y mayor prosperidad general. Mientras tanto, los regímenes que han aplicado la lógica de la lucha de clases y el control del capital han terminado en miseria, autoritarismo y represión.

Es hora de dejar atrás la nostalgia revolucionaria y reconocer que la cooperación voluntaria en los mercados, lejos de ser un mecanismo de explotación, es una de las expresiones más poderosas de libertad humana.

 

Referencias

  • Böhm-Bawerk, E. (1896). Karl Marx and the Close of His System.
  • Chetty, R., Hendren, N., Kline, P., Saez, E., & Turner, N. (2014). Is the United States Still a Land of Opportunity? Recent Trends in Intergenerational Mobility. American Economic Review, 104(5), 141–147.
  • Clark, J. B. (1899). The Distribution of Wealth.
  • Friedman, M. (1980). Free to Choose: A Personal Statement. Harcourt.
  • Hayek, F. A. (1944). The Road to Serfdom.
  • Mankiw, N. G. (2013). Principles of Economics (6th ed.). Cengage Learning.
  • Marshall, A. (1920). Principles of Economics.
  • Marx, K. (1867). El Capital: Crítica de la economía política.
  • Schumpeter, J. A. (1942). Capitalism, Socialism and Democracy. Harper & Brothers.
  • Solow, R. (1956). A Contribution to the Theory of Economic Growth. Quarterly Journal of Economics.


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viernes, 9 de mayo de 2025

Rerum Novarum: Justicia social desde la fe, no desde el colectivismo

 


Con la elección del nuevo pontífice que ha adoptado el nombre de León XIV, algunos sectores políticos, especialmente de tendencia socialista, están intentado reinterpretar la encíclica Rerum Novarum como una supuesta carta fundacional del igualitarismo económico. Apoyándose en el gesto simbólico del nuevo Papa —que dice inspirarse en el legado de León XIII— se ha buscado presentar al magisterio social de la Iglesia como un respaldo directo a las políticas redistributivas del Estado, ignorando que Rerum Novarum rechaza expresamente la abolición de la propiedad privada y cualquier forma de colectivismo. Esta manipulación ideológica desvirtúa la intención original de la encíclica, que no propugna una lucha de clases ni un intervencionismo absoluto, sino una justicia social fundamentada en la fe, la dignidad de la persona y el principio de subsidiariedad. Usar a León XIII para justificar agendas políticas contrarias al pensamiento cristiano es, en el fondo, una distorsión histórica y doctrinal.

A continuación te comento algunas ideas sobre la encíclica.

✝️ El corazón cristiano de la cuestión social

Rerum Novarum surge en plena revolución industrial, en un contexto de desigualdad económica, explotación laboral y surgimiento de ideologías radicales como el socialismo y el comunismo. La Iglesia, fiel a su vocación de guía espiritual, decide no mantenerse al margen. León XIII escribe entonces una propuesta doctrinal clara: mejorar las condiciones de los trabajadores desde los principios de la fe cristiana, y no desde la lucha de clases ni desde la intervención total del Estado.

La encíclica defiende que la dignidad humana no puede ser reducida al valor económico del trabajo ni al interés de los capitalistas. Pero a la vez, rechaza frontalmente las propuestas socialistas de abolir la propiedad privada o suprimir la familia como célula básica de la sociedad. En sus propias palabras, el papa afirma:

“El socialismo, al suprimir la propiedad privada, destruye la libertad del ciudadano.”

Principios clave que aún hoy son vigentes

Entre los elementos más destacados de Rerum Novarum se encuentran:

  • El reconocimiento del trabajo como medio de realización personal, no solo como obligación económica.

  • La afirmación del derecho a la propiedad privada, como extensión de la libertad humana.

  • La exigencia de salarios justos, acordes a las necesidades de la familia del trabajador.

  • La importancia de la solidaridad social, ejercida desde la caridad y no desde la imposición estatal.

  • El rol subsidiario del Estado, que debe intervenir cuando haya abusos, pero sin asumir funciones que le corresponden a los ciudadanos o asociaciones intermedias.

León XIII introduce además una idea poderosa: el equilibrio entre el capital y el trabajo se logra no por imposición ideológica, sino por principios morales y cristianos.

¿Apoyo a la igualdad?

Ciertos sectores políticos de izquierda han querido ver en esta encíclica un respaldo al igualitarismo. Sin embargo, Rerum Novarum no propone una igualdad de resultados ni de riquezas. Lo que defiende es la igual dignidad de las personas, lo que no es lo mismo que una sociedad sin jerarquías económicas o diferencias patrimoniales.

El papa deja claro que las desigualdades pueden tener causas naturales (talento, esfuerzo, herencia) y no deben ser perseguidas si no atentan contra la justicia. La verdadera función del Estado, para León XIII, no es crear una falsa igualdad, sino corregir los abusos y fomentar la virtud y el orden moral.

Así, aunque Rerum Novarum promueve la justicia social, se opone a las doctrinas colectivistas que disuelven al individuo en una masa sin identidad.

Una encíclica profundamente católica

Uno de los aspectos más relevantes y muchas veces ignorado es que Rerum Novarum no es solo un documento social, sino una reafirmación de la fe cristiana como guía para la acción política y económica. El Papa habla de la importancia de vivir según los principios del Evangelio, de la caridad como motor de cambio, y de que toda reforma debe estar animada por la ley de Dios.

Lejos de ser un manifiesto de izquierda, esta encíclica es una crítica tanto al capitalismo sin freno como al socialismo ateo, proponiendo una tercera vía: la doctrina social cristiana. Es un documento que llama a empresarios, obreros, políticos y ciudadanos a actuar con justicia, pero también con fe.

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¿Crees que la Iglesia en la última década se desvió de su misión social para apoyar a tiranías comunistas sangrientas en el mundo?

Enlace a la encíclica Rerun Novarum


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jueves, 8 de mayo de 2025

El dios que fracasó: la utopía se volvió tiranía.


¿Qué pasa cuando los sueños de justicia terminan en pesadilla? Esta es la pregunta central que atraviesa El dios que fracasó, un libro escrito por intelectuales que, en su juventud, abrazaron con esperanza el comunismo... y terminaron huyendo de él, desilusionados y marcados por la represión que presenciaron.

Los autores —entre ellos André Gide, Arthur Koestler e Ignazio Silone— no eran ajenos a la causa: creyeron que el comunismo traería igualdad, libertad y dignidad para todos, algo que en estos tiempos sigue vigente entre jóvenes captados y manipulados por viejos comunistas. Pero lo que encontraron fue otra cosa: dictaduras, censura, campos de trabajo forzado y millones de víctimas. Fue como despertar de una fe religiosa, sólo que la de ellos no tenía cielo, sino gulags.

¿Por qué este libro importa hoy?

Porque, aunque suene increíble, muchas personas —políticos, profesores, incluso algunos jóvenes— todavía defienden esa vieja promesa rota de la igualdad y el fin de los ricos. Dicen que el comunismo “nunca se ha aplicado bien”, y miran con nostalgia a modelos como Cuba, ignorando el sufrimiento real de millones de personas bajo esos regímenes.

Es como si el experimento fallido no bastara. Como si, ante las pruebas más evidentes, aún se buscara justificar lo injustificable. Y esto no es solo ingenuo, es también peligroso y hasta cierto punto demencial. Porque romantizar la opresión, aunque venga disfrazada de justicia social, siempre termina costando vidas.

Dostoievski ya lo vio venir

En Los hermanos Karamázov, el escritor ruso Fiódor Dostoievski cuenta la historia del Gran Inquisidor, un personaje que encarna una idea inquietante: que los seres humanos, por miedo a la libertad, prefieren obedecer a quien les prometa pan y orden. El comunismo, según los autores del libro, cayó exactamente en esa trampa: ofrecer seguridad a cambio de sumisión.

Lo que empezó como una revolución para liberar al ser humano terminó por aplastarlo, creando un Estado que lo controlaba todo: lo que comía, lo que pensaba, incluso lo que creía.

¿El problema? No es solo político, es humano

Las utopías igualitarias, según este libro, parten de una idea equivocada: que todos los humanos pueden y deben ser iguales en todo. Pero eso no es real. Somos complejos, únicos, impredecibles. Tratar de encajar a todos en el mismo molde solo lleva al fracaso… y muchas veces, al horror.

Por eso El dios que fracasó no es solo una crítica política, es también una reflexión profunda sobre la libertad, la dignidad humana y los peligros de creer en salvadores colectivos.

Y tú, ¿en qué crees?

En tiempos donde abundan los discursos radicales y las soluciones mágicas con líderes Mesiánicos como Hugo Chávez en Venezuela, este libro nos invita a pensar. A dudar. A no caer en la trampa de las promesas que suenan bonitas pero esconden cadenas. A entender que el verdadero cambio no viene de un Estado todopoderoso, sino de personas libres que deciden transformar su vida y su entorno desde abajo.

Porque la verdadera revolución —la que sí cambia al mundo— empieza por dentro.

¿Te atreves a cuestionar los dogmas? Sigue el blog y sigamos explorando las ideas que nos ayudan a pensar con libertad.


Enlaces a páginas web en los que puedes adquirir el libro

https://www.buscalibre.ec/libro-el-dios-que-fracaso/9788412115239/p/55747867

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sábado, 3 de mayo de 2025

El Código Laboral del Ecuador: una camisa de fuerza en pleno siglo XXI


En Ecuador, hablar del Código del Trabajo es como abrir un libro de historia que se niega a ser actualizado. Mientras el mundo laboral cambia a ritmos acelerados (con la expansión del teletrabajo, las plataformas digitales, el empleo por proyecto o por horas) nuestra legislación sigue anclada en una lógica de fábrica del siglo pasado, con rigideces que lejos de proteger al trabajador, lo empujan a la informalidad.

El Código ecuatoriano tiene elementos que, en su momento, representaron avances importantes: la irrenunciabilidad de derechos, la estabilidad relativa del empleo, la jornada máxima, entre otros. Pero lo que una vez fue progreso, hoy se ha convertido en un obstáculo estructural. El mayor problema no es que proteja, sino que impone una única forma de entender el trabajo: contrato a tiempo completo, jornada rígida, afiliación obligatoria al IESS bajo esquemas únicos, y costos fijos sin proporcionalidad. Y esto, en un país donde la informalidad es la forma predominante de inserción laboral, representa un contrasentido.

El Código prohíbe contratar por horas, incluso cuando el trabajo parcial es la única posibilidad para ciertos sectores productivos o perfiles de trabajadores: estudiantes, madres solteras, adultos mayores, o personas que buscan complementar ingresos. Esta negativa no tiene sustento técnico ni ético: ¿por qué obligar a una persona a estar fuera del sistema formal simplemente porque no puede o no desea trabajar ocho horas al día? El resultado es un modelo binario: o entras completo al mercado formal (si puedes pagar el costo), o te quedas fuera.

Otro punto crítico es la afiliación obligatoria al IESS con cargas rígidas, que termina elevando los costos laborales incluso para trabajos de baja intensidad o corto plazo. Esto desincentiva la contratación, especialmente entre microempresas y emprendedores, que no tienen márgenes para sostener estas obligaciones. El Código asume que toda relación laboral debe tener el mismo peso institucional, sin considerar escalas, temporalidades ni realidades sectoriales.

Esta visión estatista del trabajo, que concentra todas las responsabilidades en el empleador sin ofrecer vías intermedias, ha llevado al país a cifras alarmantes. Según el INEC (Primicias, enero 2025), el 56% de los trabajadores se encuentra en la informalidad, una cifra récord desde 2021. Pero el problema no se agota ahí: este sistema ha creado una economía dual, donde los trabajadores formales (una minoría) tienen acceso a derechos, mientras que la mayoría trabaja sin cobertura, sin estabilidad, y con ingresos fluctuantes, no porque lo elijan, sino porque el sistema no les ofrece otra salida.

Y si el argumento es que flexibilizar la legislación genera precarización, basta mirar a los países con mejores resultados laborales: Dinamarca, Finlandia, Nueva Zelanda, Noruega y Suecia. Allí, la flexibilidad va de la mano con derechos efectivos, seguros de desempleo, formación continua y libertad de contratación. La flexiseguridad, como se conoce a este modelo, parte del principio de que un mercado laboral saludable es aquel donde se puede contratar fácilmente, pero también transitar sin temor entre empleos, con el respaldo del Estado.

El Ecuador necesita, con urgencia, una reforma laboral integral, inteligente y sin dogmas. No se trata de eliminar derechos, sino de reconocer que la libertad de contratar también es un derecho. Un código que impide formas modernas de empleo, que castiga al pequeño empleador, que encarece la contratación, y que asume que todos los trabajadores deben ser tratados con el mismo molde, no está protegiendo a nadie. Está paralizando la economía.

El trabajo ha cambiado. El mundo ha cambiado. Solo el Código se niega a cambiar. Y mientras eso ocurra, seguirán creciendo la informalidad, la frustración y la desconfianza. Es hora de una legislación que confíe en el ciudadano, que deje de criminalizar al empleador, y que entienda que el desarrollo económico requiere libertad con responsabilidad, no rigidez con discurso social.


Por: Econ. Luis Cedillo-Chalaco, MSc. 

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Constituciones de papel: el espejismo jurídico de América Latina

 


En América Latina, cambiar la Constitución se ha convertido en un ejercicio recurrente, casi ritual, con el que muchos líderes políticos pretenden inaugurar una “nueva era” de justicia social, desarrollo y equidad. Sin embargo, este frenesí constitucionalista ha servido más como un placebo político que como una solución estructural a los graves problemas económicos, institucionales y sociales de la región.

Desde el siglo XIX, América Latina ha producido más de 200 constituciones, una cifra alarmante si se compara con países como Estados Unidos, cuya Constitución de 1787 —con menos de 8.000 palabras— sigue vigente con apenas 27 enmiendas. En contraste, Bolivia ha tenido 17 constituciones desde su independencia; Ecuador, 20; República Dominicana, 39 reformas constitucionales desde 1844. La pregunta obligatoria es: ¿sirve de algo tener una nueva constitución si las reglas no se cumplen, las instituciones no se respetan y el poder sigue concentrado?

El fetichismo constitucional

El problema no es la Constitución en sí misma. Toda sociedad necesita un marco normativo que establezca derechos, deberes y límites al poder. El verdadero problema radica en la visión cuasi mística que se ha tejido en torno a ella, como si un nuevo texto legal fuera capaz de refundar las sociedades desde cero. La Constitución se convierte así en una promesa de redención, en un símbolo de esperanza nacional, que muchas veces oculta intenciones autoritarias o populistas.

En palabras de Juan Carlos Eichholz, experto en cambio adaptativo, “el cambio estructural rara vez viene de un cambio normativo; los comportamientos, las prácticas y las relaciones de poder son mucho más determinantes”. Cambiar la Constitución sin transformar el modelo de gestión pública, sin garantizar seguridad jurídica, sin combatir el clientelismo o sin respetar la división de poderes, es como cambiar el manual de instrucciones de un vehículo averiado sin reparar el motor.

La crítica liberal: menos es más

El pensamiento liberal clásico no es contrario a las constituciones. De hecho, figuras como Friedrich Hayek o Ludwig von Mises las consideraban necesarias, pero como marcos que limitan al Estado, no como instrumentos de ingeniería social. El liberalismo ve con recelo las constituciones extensas, maximalistas y programáticas, que se arrogan la tarea de definir el rumbo moral, económico y cultural de una nación.

El austríaco von Mises advertía: “El mayor enemigo de la libertad no es el dictador, sino la falsa creencia de que el Estado puede resolver todos los problemas”. Cuando las constituciones dejan de ser instrumentos para restringir el poder y se convierten en manifiestos ideológicos, el resultado suele ser el autoritarismo disfrazado de legalidad.

En la misma línea, James Buchanan, Premio Nobel de Economía, sostenía que las constituciones deben establecer reglas del juego claras y permanentes, pero no deben entrometerse en las decisiones económicas que deben surgir del proceso de mercado y no de la planificación estatal. En América Latina, este principio se ha invertido: las constituciones detallan lo que se debe producir, cómo distribuirlo y quién debe beneficiarse, pero poco dicen sobre cómo preservar la libertad económica o proteger al individuo del poder arbitrario.

El fracaso de las constituciones sobredimensionadas

Los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador durante los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa, respectivamente, son ilustrativos. En los tres países, nuevas constituciones fueron aprobadas con discursos refundacionales. Se prometió acabar con la corrupción, redistribuir la riqueza y garantizar derechos para todos. Sin embargo, en la práctica, se consolidaron regímenes hiperpresidencialistas, se debilitaron las cortes, se persiguió a la oposición y se desmanteló la institucionalidad democrática.

¿La culpa fue de la Constitución? No exclusivamente. Pero sí fueron el vehículo legal para concentrar el poder, perpetuar mandatos y erosionar las libertades.

Incluso en países como Chile, que inició recientemente un proceso constitucional con pretensiones progresistas, se ha observado que los cambios en el texto legal no generan por sí mismos un consenso social, ni aumentan la productividad, ni reducen la pobreza. La constitución puede ser el mapa, pero no el territorio.

La verdadera transformación: cultura cívica e instituciones

El liberalismo propone una visión más sobria, menos mesiánica. No se trata de escribir nuevas constituciones cada vez que hay un desencanto político, sino de consolidar instituciones sólidas, garantizar la independencia judicial, fortalecer la propiedad privada, fomentar la libertad de prensa y reducir el intervencionismo estatal. Todo esto requiere más cultura cívica que retórica constitucional.

En palabras de Hayek: “El espíritu de la libertad no depende de las palabras que están en un documento, sino del carácter de los ciudadanos que están dispuestos a defenderla”.

América Latina no necesita más constituciones, necesita más respeto a las reglas, más rendición de cuentas y menos caudillos refundadores. Lo que verdaderamente transforma una sociedad no es una nueva Carta Magna, sino una ciudadanía vigilante y una clase política que entienda que gobernar es administrar con límites, no soñar con utopías.

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